Hoy ha tenido lugar la
presentación del libro Hijos de la selva
en el Museu blau de Barcelona, sede
central del museo de ciencias naturales. Editado por Viggo Mortensen, la publicación supone una labor de rescate y
homenaje al trabajo del etnólogo alemán Max
Schmidt. Dicha reproducción del material, no habría sido posible sin la
labor de los antropólogos argentinos Federico
Bossert y Diego Villar, quienes
se han encargado de mostrar fielmente la visión del proyecto de toda una vida.
Anna Omedes, directora del museo, ha presentado a los invitados
junto a Jordi Serrallonga, con quien
comparte lugar de trabajo. En función de asesor, Jordi ha hecho los honores introduciendo la ponencia; en su
condición de arqueólogo, ha destacado la tarea de hallazgo y preservación de un
reportaje fotográfico de tal magnitud obtenido de la mano de Max Schmidt, quien no fue reconocido en
concordancia con su dedicación. El desenlace de su exposición no ha tenido
desperdicio, recordando la necesidad de realizar más trabajo de campo y menos
estudio de biblioteca, tal y como sucede en una de las escenas iniciales de Indiana Jones: el reino de la calavera de
cristal.
A Viggo Mortensen le apasionan los libros y posee su propia
editorial, Perceval press, creada en
2002 y responsable de editar Hijos de la
selva. Fotógrafo, escritor, pintor… como ha confesado él mismo, el factor
riesgo apenas le preocupa, la vida es corta. No se ha reparado en gastos, la publicación
denota cuidado en su calidad y elección de formato, reproduciendo digitalmente
en la máxima resolución posible el material del malogrado Max Schmidt, quien murió de lepra el año 1950 en Asunción,
Paraguay.
El trabajo de campo se concentra
en las poblaciones indígenas del Chaco paraguayo y el Mato Grosso brasileño. El
actor americano pudo acceder a dicho material en el museo etnográfico Andrés Barbero de Asunción; a pesar que
gran parte del mismo fue quemado y desechado debido al miedo de contagio de
lepra, llegando incluso en el último tramo de vida del propio Schmidt a servirle la comida con ayuda
de un palo, fue emocionante abrir esas viejas cajas para obtener los originales
de las expediciones.
Como él mismo ha comentado, fue una
ardua tarea transportar las láminas; a modo de ejemplo, en el avión las llevaba
consigo en el asiento, protegiéndolas por miedo a que se malograran. Su
expresión lo ha dicho todo cuando se ha expuesto la gran pérdida, tanto a nivel
científico como artístico, por culpa de la ignorancia y el miedo hacia la enfermedad
de Schmidt. De nuevo es destacable la
labor de documentación y rescate a la que ha sido sometido dicho legado.
A pesar de su poca repercusión y
trascendencia en el mundo de la antropología, el trabajo de Max Schmidt fue pionero en muchos
sentidos, y sus vivencias, sencillamente únicas. Se ha citado un pasaje del
libro, en el cual se describía a los indios nativos no solo como iguales sino
como seres superiores; su ventaja física respecto a los europeos le despertaba
envidia, debido a como se adentraban selva adentro totalmente desnudos y
descalzos. Contrariamente, dicha acción habría tenido consecuencias para cualquier
hombre occidental a pesar de ir bien equipado, habiendo dificultado el camino cualquier
incomodidad o salvedad.
En su soledad, fue considerado
uno más, y encontró así la paz y felicidad en estos páramos perdidos. No fue un
estado fácil de alcanzar, habiendo corrido peligro en diversas ocasiones, e
incluso prácticamente perdido la vida; a pesar de ello, sus últimas
expediciones apenas contaban con equipamiento y comodidades, y las pocas
pertenencias que traía consigo le fueron arrebatadas. Ha sido cómico escuchar
cómo se relataba que mientras los aldeanos intentaban tranquilizar a Max, haciéndole ver que sus efectos
personales estaban seguros, este les veía a su alrededor caminar con sus
posesiones. Quizás el hecho de eliminar tales comodidades le ayudó
accidentalmente, aunque fuera en una pequeña porción, a vivir una estancia
sencilla.
No se puede decir que gozara
precisamente de suerte, a juzgar por los accidentes que sufría constantemente,
pero consiguió mezclarse con el entorno. Aparece en algunas de sus propias
fotografías, y aunque no conforme exactamente la imagen de un gran explorador,
puede que precisamente dicha condición se conformara como su gran virtud,
necesaria para no juzgar lo que se le exponía ante sus ojos. Solía tocar el
violín, ganándose así la atención y admiración de los indígenas.
En sus fotografías, se aprecia un
sentimiento de correspondencia en los ojos, con la naturalidad y sencillez de
quien posa. La instantánea elegida para la portada del libro, muestra un hombre
que lo perdió todo; sin embargo, su serenidad, entereza y altivez, no parecen
dignas de tales circunstancias. Es el resultado de tal complaciente modo de
vida, donde el hombre occidental está en clara desventaja; para su fácil
constatación, simplemente es necesario comprobar la constitución física de los
hombres de avanzada edad.
No fue un hombre de privilegios,
y a juzgar por la época que vivió y su marcha de Alemania poco antes del
ascenso de Hitler, no es difícil
imaginar la compleja tesitura en la que se hallaba ante sus verdaderos
intereses. Aún así, fue de los primeros en adentrarse en tales zonas, incluso
llegando a explorar el territorio donde se perdió Percy Fawcett, cuya aventura inspiró a Arthur Conan Doyle en la escritura del libro El mundo perdido.
En su certificado de defunción
consta como odontólogo, suponiendo el último lamentable traspié en su carrera,
como ironía final de la falta de crédito y respeto hacia su vida. El trabajo de
documentación y rescate de material para este libro ha sido crucial para
rendirle el debido homenaje que se merece. Desgraciadamente, son demasiadas las
ocasiones en que la cultura se pierde en el tiempo si unos pocos no actúan para
preservarla.
Al rescate de la ciencia y el arte.
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