jueves, 19 de febrero de 2015

Hijos de la selva


Hoy ha tenido lugar la presentación del libro Hijos de la selva en el Museu blau de Barcelona, sede central del museo de ciencias naturales. Editado por Viggo Mortensen, la publicación supone una labor de rescate y homenaje al trabajo del etnólogo alemán Max Schmidt. Dicha reproducción del material, no habría sido posible sin la labor de los antropólogos argentinos Federico Bossert y Diego Villar, quienes se han encargado de mostrar fielmente la visión del proyecto de toda una vida.


Anna Omedes, directora del museo, ha presentado a los invitados junto a Jordi Serrallonga, con quien comparte lugar de trabajo. En función de asesor, Jordi ha hecho los honores introduciendo la ponencia; en su condición de arqueólogo, ha destacado la tarea de hallazgo y preservación de un reportaje fotográfico de tal magnitud obtenido de la mano de Max Schmidt, quien no fue reconocido en concordancia con su dedicación. El desenlace de su exposición no ha tenido desperdicio, recordando la necesidad de realizar más trabajo de campo y menos estudio de biblioteca, tal y como sucede en una de las escenas iniciales de Indiana Jones: el reino de la calavera de cristal.


A Viggo Mortensen le apasionan los libros y posee su propia editorial, Perceval press, creada en 2002 y responsable de editar Hijos de la selva. Fotógrafo, escritor, pintor… como ha confesado él mismo, el factor riesgo apenas le preocupa, la vida es corta. No se ha reparado en gastos, la publicación denota cuidado en su calidad y elección de formato, reproduciendo digitalmente en la máxima resolución posible el material del malogrado Max Schmidt, quien murió de lepra el año 1950 en Asunción, Paraguay.


El trabajo de campo se concentra en las poblaciones indígenas del Chaco paraguayo y el Mato Grosso brasileño. El actor americano pudo acceder a dicho material en el museo etnográfico Andrés Barbero de Asunción; a pesar que gran parte del mismo fue quemado y desechado debido al miedo de contagio de lepra, llegando incluso en el último tramo de vida del propio Schmidt a servirle la comida con ayuda de un palo, fue emocionante abrir esas viejas cajas para obtener los originales de las expediciones.


Como él mismo ha comentado, fue una ardua tarea transportar las láminas; a modo de ejemplo, en el avión las llevaba consigo en el asiento, protegiéndolas por miedo a que se malograran. Su expresión lo ha dicho todo cuando se ha expuesto la gran pérdida, tanto a nivel científico como artístico, por culpa de la ignorancia y el miedo hacia la enfermedad de Schmidt. De nuevo es destacable la labor de documentación y rescate a la que ha sido sometido dicho legado.


A pesar de su poca repercusión y trascendencia en el mundo de la antropología, el trabajo de Max Schmidt fue pionero en muchos sentidos, y sus vivencias, sencillamente únicas. Se ha citado un pasaje del libro, en el cual se describía a los indios nativos no solo como iguales sino como seres superiores; su ventaja física respecto a los europeos le despertaba envidia, debido a como se adentraban selva adentro totalmente desnudos y descalzos. Contrariamente, dicha acción habría tenido consecuencias para cualquier hombre occidental a pesar de ir bien equipado, habiendo dificultado el camino cualquier incomodidad o salvedad.


En su soledad, fue considerado uno más, y encontró así la paz y felicidad en estos páramos perdidos. No fue un estado fácil de alcanzar, habiendo corrido peligro en diversas ocasiones, e incluso prácticamente perdido la vida; a pesar de ello, sus últimas expediciones apenas contaban con equipamiento y comodidades, y las pocas pertenencias que traía consigo le fueron arrebatadas. Ha sido cómico escuchar cómo se relataba que mientras los aldeanos intentaban tranquilizar a Max, haciéndole ver que sus efectos personales estaban seguros, este les veía a su alrededor caminar con sus posesiones. Quizás el hecho de eliminar tales comodidades le ayudó accidentalmente, aunque fuera en una pequeña porción, a vivir una estancia sencilla.


No se puede decir que gozara precisamente de suerte, a juzgar por los accidentes que sufría constantemente, pero consiguió mezclarse con el entorno. Aparece en algunas de sus propias fotografías, y aunque no conforme exactamente la imagen de un gran explorador, puede que precisamente dicha condición se conformara como su gran virtud, necesaria para no juzgar lo que se le exponía ante sus ojos. Solía tocar el violín, ganándose así la atención y admiración de los indígenas.


En sus fotografías, se aprecia un sentimiento de correspondencia en los ojos, con la naturalidad y sencillez de quien posa. La instantánea elegida para la portada del libro, muestra un hombre que lo perdió todo; sin embargo, su serenidad, entereza y altivez, no parecen dignas de tales circunstancias. Es el resultado de tal complaciente modo de vida, donde el hombre occidental está en clara desventaja; para su fácil constatación, simplemente es necesario comprobar la constitución física de los hombres de avanzada edad.


No fue un hombre de privilegios, y a juzgar por la época que vivió y su marcha de Alemania poco antes del ascenso de Hitler, no es difícil imaginar la compleja tesitura en la que se hallaba ante sus verdaderos intereses. Aún así, fue de los primeros en adentrarse en tales zonas, incluso llegando a explorar el territorio donde se perdió Percy Fawcett, cuya aventura inspiró a Arthur Conan Doyle en la escritura del libro El mundo perdido.


En su certificado de defunción consta como odontólogo, suponiendo el último lamentable traspié en su carrera, como ironía final de la falta de crédito y respeto hacia su vida. El trabajo de documentación y rescate de material para este libro ha sido crucial para rendirle el debido homenaje que se merece. Desgraciadamente, son demasiadas las ocasiones en que la cultura se pierde en el tiempo si unos pocos no actúan para preservarla.


Al rescate de la ciencia y el arte.

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